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El tesoro silencioso del Jardín Botánico: la historia del árbol de Palermo que desciende de un sobreviviente de Hiroshima
Su historia es un extraordinario testimonio sobre la resiliencia de la naturaleza y la increíble biología de una especie considerada un “fósil viviente”.

En una de las parcelas del Jardín Botánico de Palermo crece un joven árbol que, a simple vista, parece uno más. Sin embargo, este ejemplar de Ginkgo Biloba es un descendiente directo de un árbol que sobrevivió a la bomba atómica de Hiroshima.
Para el visitante apurado, es fácil pasarlo por alto. En el corazón del Jardín Botánico Carlos Thays, visible desde la Avenida Santa Fe, se erige un árbol joven, de tronco aún delgado y, en esta época invernal, completamente desprovisto de hojas. No hay ningún cartel llamativo que revele su identidad o su procedencia. Sin embargo, este pequeño ejemplar es, quizás, uno de los habitantes más extraordinarios de Palermo. Se trata de un Ginkgo Biloba nacido de una semilla que viajó más de 18.000 kilómetros, un eslabón directo con un pasado trágico y, a la vez, un símbolo viviente de la increíble capacidad de la vida para persistir. Es el heredero de uno de los 170 árboles que quedaron en pie tras la explosión de la bomba atómica en Hiroshima en 1945.
Para comprender la magnitud de su historia, primero hay que entender la singularidad de su especie. El Ginkgo Biloba no es un árbol cualquiera. El propio Charles Darwin se refirió a él como un “fósil viviente”, y la definición es literal. Es el único representante que queda de una familia evolutiva que pobló la Tierra hace más de 190 millones de años, en la era de los dinosaurios. Todos sus parientes se extinguieron; él, de alguna manera, logró adaptarse y sobrevivir. Originario de China, donde aún existe la única reserva silvestre, fue preservado durante milenios en los monasterios budistas, casi como una deidad vegetal. Su resiliencia es legendaria: es extremadamente resistente a las plagas, a la contaminación urbana, a los hongos y, como la historia demostraría de la forma más brutal, incluso a la radiación.
Esa capacidad de supervivencia fue puesta a prueba el 6 de agosto de 1945. A menos de dos kilómetros del epicentro donde detonó la bomba atómica, en el jardín botánico Shukkeien de Hiroshima, se encontraba un Ginkgo Biloba de unos 300 años de antigüedad. La explosión arrasó con casi toda la vida en la ciudad, pero el añoso árbol, aunque quemado y despojado de sus hojas, sobrevivió. Al año siguiente, para asombro de los “hibakusha” (las personas sobrevivientes), el viejo ginkgo volvió a brotar, convirtiéndose en un poderoso símbolo de esperanza y renacimiento en medio de la desolación. Este árbol, junto a otros “hibaku jumoku” (árboles sobrevivientes), se transformó en un monumento viviente, cuidado con devoción por los sobrevivientes y sus familias.
Décadas más tarde, con el objetivo de esparcir este mensaje de paz y resiliencia por el mundo, nació la iniciativa “Green Legacy Hiroshima”. A través de este programa, los voluntarios recolectan semillas de los árboles sobrevivientes y las envían a jardines botánicos e instituciones de todo el mundo para que su legado continúe. Fue así como, entrado el siglo XXI, unas 160 de esas semillas, hijas del ginkgo del jardín Shukkeien, llegaron a Buenos Aires. El equipo del Jardín Botánico de Palermo, liderado por su curador, Iván Akirov, tuvo la delicada tarea de germinarlas. “Las semillas llegaron al jardín enviadas desde Hiroshima, las germinamos acá y en 2019 plantamos uno de los ejemplares germinados”, relató Akirov. Fue un trabajo de paciencia y pericia botánica para cuidar y aclimatar esta vida frágil y cargada de historia.
Hoy, ese pequeño árbol crece silenciosamente en el corazón de Palermo. En otoño, sus hojas en forma de abanico se tiñen de un amarillo dorado brillante, una postal de una belleza conmovedora. Ahora, en invierno, espera desnudo la llegada de una nueva primavera. Sin embargo, su extraordinaria historia permanece oculta para la mayoría de los visitantes. Ningún cartel informativo narra su viaje desde una ciudad devastada hasta un jardín en Sudamérica. No se explica que en su ADN reside la memoria de la resiliencia y la prueba de que, incluso después de la más inimaginable destrucción, la vida siempre encuentra la forma de volver a brotar.
